Todos hemos sido agredidos alguna vez de alguna forma, a veces conscientemente y otras, las menos, inconscientemente.
Las primeras heridas del alma las recibimos desde nuestro nacimiento. Nacer requiere esfuerzos y sufrimiento; y el camino de la niñez está poblado de contrariedades y dolor, pero también, en la mayoría de los casos afortunadamente, de alegría y momentos felices.
Sin embargo, acostumbramos a guardar muy ocultos dentro de nosotros mismos, los agravios. Son las manchas del alma que también contaminan el cuerpo.
El odio es la emoción que más nos destruye por dentro y por fuera. El orgullo es un pariente cercano y la soberbia es el peor de los males.
Los soberbios son los que ocupan un lugar profundo del Infierno, como dice Dante en la Divina Comedia, porque fueron orgullosos y no perdonaron nunca a nadie.
Perdonar las afrentas que nos causaron, tiene gran poder curativo y perdonarse a uno mismo, que es mucho más difícil, permite liberarse del pasado y del temor a la muerte.
Es como una paradoja, porque si no perdonamos, aunque hayamos sido los supuestamente agredidos, también nos sentimos culpables.
La herida es infligida por nosotros mismo que somos los que evaluamos las circunstancias. El suceso en sí mismo objetivamente puede ser considerado insignificante pero la magnitud del daño lo agregamos cada uno de nosotros.
No es la experiencia sino la forma de vivir la experiencia la que nos ha ofendido.